El perverso uso político del cambio climático

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Los tributos que gravan el consumo de productos energéticos, además de recaudar, deberían perseguir un propósito medioambiental, aunque en realidad no lo hacen.




Los políticos tienen una especial manera de percibir el cambio climático, en particular la forma de combatirlo. Con una monotonía casi crónica se pronuncian sin descanso sobre las mismas cuestiones: energía de origen fósil por renovable, mayor eficiencia energética, pegatinas de colores, núcleos urbanos peatonales, etcétera. Las proclamas se repiten una y otra vez, sin embargo parece ser que su labor concluye una vez el mensaje se ha endosado al ciudadano. A partir de ese momento, la responsabilidad recae únicamente sobre la comunidad científica, el empresario y por supuesto en el ciudadano. Dicho de otro modo, el político maneja los discursos pero no gestiona las acciones y si lo hace, lo hace mal, realmente muy mal.

Actualmente vemos dos tipos de realidades que son opuestas -hechos frente a palabras- regidas por la coyuntura predominante del momento. La palabra facilita el desconcierto; los hechos facilitan la determinación. La evidencia exige abandonar la proclama de políticas y medidas teñidas de verde que con tanto entusiasmo se pregonan en la actualidad. Ciertamente existe un conjunto difuso de disposiciones consagradas a proteger el medio ambiente, en su mayoría estériles y en ocasiones contradictorias. Otras, sencillamente no se cumplen, ignorando el político que de nada sirve sancionar, pues las emisiones nocivas se producen igualmente, sin que por el hecho de punir, tengan vuelta atrás. El político aprueba medidas pero no entiende el propósito que subyace en las medidas que utiliza.

La política fiscal aplicada a la energía es una buena muestra de la innocuidad que provoca el régimen del discurso. Los tributos que gravan el consumo de productos energéticos, además de recaudar, deberían perseguir un propósito medioambiental, cosa que no hacen.  Curiosamente, la producción y consumo de energía renovable, es decir, la energía solar, aerotérmica, geotérmica, hidrotérmica y oceánica, hidráulica, biomasa, gases de vertedero, eólica, gases de plantas de depuración y biogás están gravadas directa o indirectamente por impuestos estatales, autonómicos y locales, que más que favorecer, encarecen su uso disminuyendo su demanda.  Incluso el legislador vulnera sus propias leyes, como la Ley 34/2007 de 15 de Noviembre, sobre calidad del aire y protección de la atmósfera, que en su artículo 25  obliga a la Administración en el ámbito de sus competencias a “promover el uso de la fiscalidad ecológica y de otros instrumentos de política económica ambiental para contribuir a los objetivos de esta Ley” que no es otro, según su artículo 1 que “establecer las bases en materia de prevención, vigilancia y reducción de la contaminación atmosférica con el fin de evitar y cuando esto no sea posible, aminorar los daños que de ésta puedan derivarse para las personas, el medio ambiente y demás bienes de cualquier naturaleza”. Además, por supuesto de omitir las recomendaciones del Consejo de la Unión europea.

Tan solo examinando el ámbito del impuesto de la electricidad y el impuesto especial sobre hidrocarburos se observa la “discordante” política tributaria, especialmente patente en este último, que grava el consumo de productos de origen renovable –biocarburantes, etanol– con idéntica tributación que el consumo de productos que contaminan –gasolina, gasóleo y fuel–, lo que permite deducir que la actitud orientada a promover el consumo de energía limpia recae exclusivamente en el “consumidor responsable”. El legislador olvida que la política fiscal instrumentalizada con presencia de tributos que recaen sobre una serie de consumos específicos obedece a la necesidad de actuar sobre el comportamiento de los ciudadanos, así como el IVA no origina distorsiones, en el impuesto sobre hidrocarburos debe suceder precisamente todo lo contrario, funda su existencia en la discriminación siendo un eficaz instrumento de política económica.

Una vez más, cabe preguntarse qué sentido tiene gravar las energías renovables con impuestos, como el especial sobre hidrocarburos, cuando su consumo no afecta al medio ambiente. Sorprende el hecho que el legislador quede indiferente ante el carburante obtenido a partir del petróleo comparado con el obtenido a partir de aceites de origen vegetal cuya combustión, en principio, no tiene efectos nocivos. Y precisamente por esta ausencia de discriminación es por lo que las “políticas tributarias verdes” se muestran inconsistentes, sin llegar a producir el estímulo necesario para que efectivamente los ciudadanos cambien sus hábitos.

La política fiscal asimismo debería contemplar las externalidades negativas asociadas a cada combustible o carburante, cosa que tampoco sucede y que parece ser también el legislador ignora. Por ejemplo, si consideramos que los vehículos con motores diésel provocan una mayor contaminación atmosférica, es lamentable que el tipo impositivo del gasóleo por el impuesto sobre hidrocarburos sea inferior al de la gasolina que provoca menos. Si bien, la política aplicada en su día para los vehículos industriales o comerciales podría estar justificada, en la actualidad carece de todo fundamento.  Un escenario muy semejante lo descubrimos también en otros productos, el bioetanol utilizado como carburante —no contaminante— sobrelleva el mismo tipo impositivo que la gasolina, y lo mismo sucede con el biodiésel de origen vegetal que soporta un tipo tributario idéntico al del gasóleo de origen fósil. Es decir, la política tributaria no discrimina por razón de nocividad, —aquí no se aplica “quien contamina paga”— es más, funciona al revés. La Ley del impuesto contempla que parte de lo ingresado a la Hacienda Pública por el consumo de gasóleo, se devuelva al transportista, en detrimento del biodiésel que soporta el impuesto en su integridad sin que sea posible su devolución parcial. Nos referimos a que el pretexto extrafiscal del tributo (exposición de motivos de la Ley) no es más que una simple anécdota, más evidente si cabe, si observamos que lo recaudado no se corresponde con el gasto destinado a evitar el deterioro del medio ambiente. En otras palabras, la Ley 38/92 reguladora del Impuesto sobre Hidrocarburos no persigue una finalidad reparadora y mucho menos preventiva. Es más, si tuviésemos la fortuna de utilizar el agua como carburante, según la Ley del impuesto, (artículo 46), el consumo del agua tributaría, por lo que cuestionamos, igual que lo hace el mismísimo Tribunal Constitucional —Sentencia 179/2006,13 de junio— el carácter medioambiental del tributo, no cabiendo la evasiva habitualmente utilizada en estos casos, que es la Directiva europea armonizadora la causante de esta paradójica e irracional imposición, bastaría con leer el texto de la Directiva 2003/96/CEE para confirmar que no es así.

Un gravamen favorable sería un importante incentivo para los consumidores, especialmente si atendemos que prácticamente la mitad del precio de los biocarburantes se debe al Impuesto sobre Hidrocarburos. Pero igualmente es fundamental  promover otras políticas distintas a las fiscales, especialmente las comerciales de ámbito supranacional, pues la atmósfera se rige por las leyes de la física y no de la política. Cualquiera que sea el régimen comercial que prime lo económico en detrimento de lo medioambiental, siempre se traducirá en un menor uso de renovables y un mayor deterioro del medioambiente, aunque ciertamente parece ser que el futuro energético se ha convertido en una cuestión ideológica y no medioambiental.