Morrison (1999) aseguraba que «la mayor parte del daño causado al medio ambiente es producto de la ignorancia y la codicia humana, así como de las malas prácticas tecnológicas, y que por lo tanto, puede repararse[1]». La enmienda a la que se refiere Morrison, según la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC), en vigor desde el 21 de marzo de 1994, es la «prevención», o sea, evitar anticipadamente emisiones de gases efecto invernadero (GEI). La convención fue ratificada por 198 países (partes de la Convención) y hasta hoy se han celebrado 28 cumbres (COP). Las cumbres son encuentros anuales que organiza la ONU con los líderes mundiales, y otros actores interesados, para discutir y definir compromisos en la lucha contra el cambio climático. La primera se celebró en Berlín en 1995 (COP1) y la más reciente en Dubái (COP28); es decir, los países del mundo -o más bien sus líderes-, llevan 28 años reuniéndose y reconociendo la necesidad de disminuir las emisiones de los gases que provocan el calentamiento global. A pesar de la calma, las Cumbres lograron dos grandes acuerdos que definieron el rumbo en la lucha contra el cambio climático: el Protocolo de Kioto (COP3 Kioto, 1997) y el Acuerdo de París (COP21 Paris ,2015). El primero, suscribe el compromiso jurídicamente vinculante de reducir las emisiones por los países desarrollados y las economías en transición; y el segundo, marca el objetivo de conseguir que el aumento de la temperatura media global no supere los 2ºC respecto a los niveles preindustriales, así como el compromiso que el incremento de la temperatura no supere 1,5ºC. Al mismo tiempo, todos los países se comprometen a preparar, comunicar y mantener sus contribuciones a nivel nacional o planes de lucha contra el cambio climático, asumiendo efectivos compromisos de reducción de emisiones.
En la última Cumbre, celebrada en Dubái, los líderes no aportan especialmente nada nuevo, salvo que revalidan lo acordado en las Cumbres anteriores, pese a que el consumo de carbón en el mundo alcanzó el récord en 2023 -después de quemarse 8.530 millones de toneladas-, tal como ha indicado la Agencia Internacional de la Energía (AIE). Si bien, en Europa disminuyó de manera significativa. Cada año, la «Cumbre en uso» revalida la anterior, sin alcanzar logros relevantes; el informe del PNUMA (Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente), censura que, desde la COP26 hasta ahora, «no ha habido un camino creíble» y que los esfuerzos han sido «lamentablemente inadecuados».
La Cumbre de Dubái (COP28) ha evaluado el cumplimiento del Acuerdo de París y de sus objetivos a largo plazo, apuntando que las partes «aún no están colectivamente encaminadas hacia el logro del propósito del Acuerdo de París y de sus objetivos a largo plazo». Por enésima vez, los líderes han reiterado la lista de propósitos; si bien, más allá de la conspicua plática, los principales acuerdos de la COP28 han sido mantener el objetivo de limitar el calentamiento global a 1,5ºC y cero emisiones netas en el 2050, reducir un 43% en 2030 y un 60% en 2035, relativos a 2019, reducir las emisiones de metano, triplicar la energías renovables hasta al menos 11.000 GW en 2030 y doblar la tasa media anual de eficiencia energética, además de crear un «Fondo de pérdidas y daños» destinado para ayudar a los países en vía de desarrollo que más sufren las consecuencias del cambio climático.
El estandarte encaramado en la Cumbre, es el «abandono gradual de los combustibles fósiles». Si bien es cierto que es la primera vez que se acuerda alejarse del carbón, el petróleo y el gas natural, los líderes no fijan objetivos, no traslucen el modo de hacerlo, ni se concreta sobre las necesidades de ciertos países, de modo que abandonen, de forma equitativa y ordenada, el uso de los combustibles fósiles.
El abandono progresivo de los combustibles fósiles.
Renunciar al consumo de productos de origen fósil es un cometido extraordinariamente complejo y que, inevitablemente, requiere un periodo de transición. Así lo reconoce la propia COP28, cuando señala que «los combustibles de transición pueden contribuir a facilitar la transición energética garantizando al mismo tiempo la seguridad energética». Ciertamente, la producción de «energía limpia» debe ajustarse a un mercado sometido a medidas medioambientales por el lado de la oferta, pero indiferente a tales medidas por el lado de la demanda, pues el ciudadano no demanda «energía limpia» sino «energía», con independencia de su origen. Tanto es así, que la tarea de lograr una economía neutra en carbono, además de los esfuerzos de las empresas productoras, precisa del apoyo explícito de las políticas económicas de los gobiernos, instituyendo un marco regulatorio claro, ambicioso y transparente.
La transición energética exige grandes inversiones en tecnología y los líderes políticos deben ser consecuentes con ello. La COP28 insiste en «la necesidad de aumentar la accesibilidad a nuevas tecnologías». El sector privado desde hace tiempo se ha dedicado a ello, si bien por sendas desiguales. Los proyectos para producir combustibles sintéticos, como el desarrollado para lograr el denominado «eFuel», es un buen ejemplo, un producto con emisiones neutras y químicamente idéntico a los combustibles actuales, derivado del proceso «Fischer-Thopsch» -denominado «gas to liquids» (GTL)-, que permite sintetizar hidrógeno y carbono para lograr hidrocarburos líquidos, como gasolina, queroseno, gasoil o lubricantes, a partir del CO2 capturado y el hidrogeno obtenido por electrolisis, valiéndose de electricidad renovable. El «eFuel» permitiría alargar el uso de motores de combustión más allá del año 2035 -fecha límite que se había fijado para el uso de vehículos de combustión-, incluso podría reemplazar por completo a los combustibles convencionales para 2050. Pero la producción de combustibles con emisiones neutras requiere grandes inversiones hasta alcanzar las adecuadas economías de escala, que permitan ofrecer el combustible a un precio similar al actual. Y es aquí cuando los líderes políticos deben mostrar su importante papel, no solo alentando, sino también tomando las decisiones políticas correctas que incentiven la inversión.
Así pues, es imprescindible canalizar inversiones, pero no solo en aquellos ámbitos que precisan reducir el impacto ambiental (proyectos de baja emisión de carbono), sino también en actividades y proyectos específicos que solo se producirán si tienen sentido desde el punto de vista económico. En principio, cualquier inversión -y no nos referimos a la inversión en acciones cotizadas en empresas ecológicamente responsables que permiten obtener dividendos- tiene que cumplir tres condiciones: conservar el dinero invertido, producir una renta al inversor y motivar una función social, en última instancia un contexto en el que la fiscalidad es un factor fundamental. Ciertamente, el coste de la transición a una economía baja en carbono y resiliente al clima exige financiación, pero además una estabilidad regulatoria y fiscal que ampare las inversiones que tienen que ser lo suficientemente estables y atractivas para garantizar la rentabilidad de los proyectos. En el sector energético, los impuestos que directamente afectan a la localización y al volumen de inversión son el impuesto de sociedades y el reciente gravamen extraordinario sobre las ventas que, de una u otra forma, se prevé mantener. Ambos tributos afectan a la inversión tecnológica, por eso cuando los líderes políticos deciden aumentar la carga tributaria a las empresas energéticas, al mismo tiempo están decidiendo que las empresas disminuyan sus beneficios, que sean menos rentables y que decaigan sus inversiones. Y al contrario, cuando deciden reducir la carga tributaria, mejora la rentabilidad y por lo tanto el deseo de invertir. Ahora bien, con independencia del nivel de imposición, el abandono de los combustibles fósiles no es una opción, sino un deber que antes o después las compañías energéticas deberán observar. Sin embargo, de ninguna manera un nuevo gravamen puede comportar la mengua de los recursos financieros destinados a nuevos proyectos, como por ejemplo el del combustible eFuel, anteriormente mencionado. Bastará preguntarse si tal despropósito, es decir, gravar con nuevos impuestos, se hubiera aceptado para los laboratorios farmacéuticos mientras se investigaba una vacuna contra el COVID.
La necesaria tecnología verde.
Pero hay algo más, los líderes políticos deberían reconocer abiertamente que si el actual modo de obtener energía es la causa del perverso clima, el adalid será para quien sea capaz de generar energía a partir de otras fuentes, que solo será posible gracias a la innovación tecnológica resultado de una mayor inversión. Si la tecnología es la que finalmente debe salvar el planeta, y esta solo puede brotar de una mayor inversión, la sensatez revela que, ante el ocaso del mundo, probablemente los ciudadanos antepongamos que no sea el sector público sino el sector privado quien intensifique las inversiones destinadas a innovar, pues al fin y al cabo, será este y solo este, quien finalmente nos rescate. Por eso y porque los fondos destinados a invertir proceden de la renuncia a repartir dividendos, quizás deberíamos desear que los beneficios de las compañías energéticas fueran superiores a los actuales. Como señalaba J. Maynard Keynes «a muy largo plazo, casi lo único que importa es la innovación», y esta, según nos muestra la historia económica, en muy raras ocasiones se ha forjado en el sector público.
Entonces, frente a la anunciada apocalipsis no cabe debatir sobre si los beneficios de las compañías energéticas son excesivos o no, o sobre la conveniencia de una mayor o menor recaudación bajo un impuesto extraordinario a las grandes compañías de petróleo y gas; o lo que es peor, envolverse en el manto verde de la responsabilidad medioambiental, lo verdaderamente apremiante es constatar si seremos capaces de desarrollar la tecnología suficiente para evitar el desastre. De ahí que lo razonable será destinar nuestros mayores esfuerzos, y sobre todo los máximos flujos de fondos posibles, que permitan alcanzar los conocimientos de los que ahora mismo carecemos, sin que, como muchas veces sucede, los ingresos públicos se pierdan, eternicen o inutilicen por los callejones burocráticos y administrativos.
Aun cuando invocar al clima es una forma de ingresar impuestos tan forzada como poderosa, la inversión mediante la emisión de «bonos verdes» o productos similares parece ser una alternativa acertada capaz de movilizar al capital privado, incluso el apalancamiento público. A diferencia de los «créditos de carbono», que legitiman la disminución de la huella de carbono, los «bonos verdes» son títulos de deuda que se emiten para financiar o refinanciar proyectos ambientales relacionados con el cambio climático. En este sentido, las guías de procedimiento para la emisión de bonos verdes publicadas por la «Internacional Capital Market Association» (ICMA), se constituyen como «los principios» de las mejores prácticas (GBP), diseñadas para conseguir que el «bono verde» sea verosímil, además de garantizar transparencia, claridad, veracidad y rentabilidad.
A pesar de ello, la ONU está a favor de «recaudar tributos para financiar políticas justas y soluciones energéticas sostenibles», pero ya hemos dicho que no es el único medio posible. Tememos que no es lo mismo que una empresa pague por un impuesto, aunque su recaudación se destine a financiar o subvencionar proyectos energéticos limpios, que la misma empresa -persiguiendo su máximo beneficio-, destine directamente esa cantidad a desarrollar combustibles no contaminantes, o bien decida por sí misma emitir «bonos verdes» con esa finalidad. Tal antítesis se observa, por ejemplo, en la aportación obligatoria de las compañías energéticas al «fondo nacional de eficiencia energética», un fondo destinado a desarrollar proyectos de mejora de la eficiencia energética. En los últimos nueve años, las compañías energéticas españolas han aportado al fondo la extraordinaria cifra de 2.070.914.496,62 de euros (fuente BOE), gestionada por los poderes públicos con unos resultados más que cuestionables. La solución, aunque tarde, ha sido trasladar la responsabilidad al sector privado mediante la creación de un «sistema de certificados de ahorro energético» (CAE) –en Francia ya estaba instaurado desde 1996-, de tal forma que las compañías energéticas son las que directamente desarrollen los proyectos de eficiencia, cuyos objetivos a partir de la COP28 deben doblar la tasa media anual anterior.
Eduardo Espejo Iglesias
FIDE Tax & Legal