La implementación de un impuesto especial sobre los flujos de datos, tarde o temprano llegará. Y no como algo improvisado, sino como el desenlace lógico de una transformación económica que lleva años gestándose. Una medida que, como los gravámenes aplicados al tabaco, al alcohol o a los hidrocarburos, vendrá a corregir las externalidades que hoy el entorno digital genera libremente.
Vivimos inmersos en un mundo donde los datos personales se han convertido en la materia prima más codiciada. Las plataformas digitales ofrecen servicios gratuitos que funcionan como cebo. A cambio, obtienen información valiosísima sobre nuestros hábitos, emociones y decisiones. Jaron Lanier acuñó la expresión «servidores sirena», para describir esta dinámica: sistemas que seducen como en los mitos antiguos de las sirenas, que atraían con su canto para después capturar a los incautos. Los usuarios se exponen, sin saberlo, a una maquinaria que bajo la superficie del entretenimiento o la conectividad, comercializa su intimidad.
El negocio de los datos está dominado por actores especializados en recolectar, procesar y revender información a escalas difíciles de imaginar. Empresas conocidas como «databrokers» rastrean desde nuestras búsquedas hasta nuestros movimientos financieros, generando modelos predictivos cada vez más certeros. El resultado es una sociedad en la que la voluntad puede ser moldeada —no por líderes visibles, sino por patrones estadísticos y estímulos diseñados por inteligencia artificial-.
Las gobernantes han intentado responder. En España, por ejemplo, el Impuesto sobre Determinados Servicios Digitales (Ley 4/2020), pretende gravar actividades como la publicidad en línea o la intermediación digital. Sin embargo, esta medida apenas roza la superficie del problema; porque no es solo la prestación del servicio lo que provoca efectos indeseados, sino la extracción y el consumo masivo de datos, con implicaciones profundas tanto para la privacidad como para el medioambiente. Y ahí es donde entra en juego la lógica de los impuestos especiales, como los regulados por la Ley 38/1992: tributos que no solo recaudan, sino que buscan disuadir ciertos comportamientos y compensar daños sociales.
El impacto energético del universo digital, por ejemplo, no puede subestimarse. Actividades como el minado de criptomonedas o el mantenimiento de grandes centros de datos, implican un consumo eléctrico descomunal. Y todo al servicio de una economía que convierte cada clic en un producto de mercado. Si gravamos el alcohol por su daño sanitario, y el diésel por su contribución al cambio climático, ¿por qué no hacer lo mismo con los datos que alimentan modelos de negocio basados en la manipulación algorítmica?
La inteligencia artificial ha reforzado esta tendencia. Gracias a su capacidad para analizar volúmenes ingentes de información, puede detectar patrones de comportamiento con precisión casi quirúrgica. En los estadios de fútbol, en las plazas abarrotadas, en los mercados o en las redes sociales, la masa se mueve como un fluido obediente. Un vídeo, una imagen, un estímulo sonoro, bastan para redirigir la atención colectiva. ¿Quién diseña esos estímulos? ¿Quién decide qué emoción activar?
Y aquí entra la dimensión fiscal. La curva de Laffer nos recuerda que los impuestos deben calibrarse para no desincentivar la actividad económica. Pero un impuesto sobre los flujos de datos no afectaría a los ciudadanos ni frenaría el consumo digital; al contrario, redistribuiría parte de la riqueza generada por el uso de información personal y daría al Estado herramientas para proteger mejor a sus ciudadanos. Como dice Lanier, «hay que pagar al ciudadano por ceder sus datos». Por otro lado, hay que reconocer que los datos no conocen fronteras, pero los impuestos sí y cuantificarlos será una cuestión compleja. La cuantificación se debería realizar por sistemas automatizados de monitoreo, especialmente en los centros de datos, algo similar al control de las emisiones de CO2 equivalentes, con independencia del lugar en donde se clasifiquen etiqueten y se entrenen los datos.
Es cuestión de tiempo: no se trata de frenar la innovación, sino de poner límites sensatos a un modelo que se ha construido sin pedir permiso los ciudadanos, que son lo que ceden cada día sus datos. Y como ocurrió con otros tributos especiales en su momento, el tiempo se encargará de justificar su necesidad.
Eduardo Espejo Iglesias
FIDE Tax & Legal