¿Cuándo España implementará el Impuesto al carbono?

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Hasta la fecha, a pesar de los innumerables modelos empíricos y de simulación realizados con resultados similares, la imposición sobre el carbono es lenta y vacilante.




En nueva York, el 27 de enero de 1950, el químico Premio Nobel, Harold C. Urey de la Universidad de Chicago, dio una conferencia sobre la aún inexistente bomba de hidrógeno. Afirmaba que  la probabilidad  de empezar una guerra es mayor si los dos bandos creen que van a ganarla. Según parece, en el conflicto iniciado con la revolución industrial a finales del siglo XVIII, continuada en el XIX y sin retorno en el XX, la humanidad creyó someter al planeta explotando con indiferencia sus recursos que se creían ilimitados. El resultado, una contaminación sin precedentes, hasta el punto de que en la actualidad conseguir la «paz ecológica» es el mayor reto de la humanidad.

A partir de que se observaron los primeros indicios de interferencias antropógenas —informe del Club de Roma de 1972—, año tras año, el debate ha ido en aumento. La Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, ratificada por 200 países, entró en vigor el 21 de marzo de 1994, y a partir de ahí, las partes no han dejado de reunirse celebrando sus cumbres, la primera en 1995 en Berlín y la última en 2021 en Glasgow (COP26). Cumbres que, por otra parte, confirman, en palabras de Jean Paul Richter, que «la estupidez es el remedio universal contra todas las enfermedades», pues no es posible entenderlo de otro modo, ya que han transcurrido más de 50 años conferenciando sobre propósitos, pero sin llegar a hechos ni medidas concretas. Como apunta Philipp Blom, el hombre está actuando como lo hace la levadura en la fermentación del vino: devora hasta que se muere y lo hace sin saber lo que le espera, cebándose rápida y vorazmente como si los recursos fueran infinitos.

El conflicto es global, por lo tanto es incuestionable que la solución también debe ser global. En su discurso de 1950, Urey terminaba diciendo que «no existe una solución positiva para los problemas que aquejan al mundo, salvo que a la larga se estableciera  un gobierno mundial capaz de mantener las leyes sobre la tierra»; o sea, una autoridad mundial que instituya las mismas reglas para todos, una percepción que, traducida al ámbito climático, representa una política ambiental universal, incluso para  los países en desarrollo titulares de la llamada «deuda ecológica». En este contexto, los gobiernos deben formular planes energéticos idénticos y modelos sostenibles de crecimiento, observando las externalidades de los productos contaminantes, lo que exige la inclusión de un impuesto que grave las emisiones de gases de efecto invernadero, y más concretamente el CO2, por tratarse del principal contribuyente al cambio climático. En otras palabras, un impuesto «pigouviano» sobre el carbono – denominación debida a Albert Pigou, el primero en hablar del coste marginal social– que introduzca «señales de precio» que provoquen el cambio de comportamiento, constituyéndose como un «precio sombra» que recoja las externalidades negativas, además de ser un efectivo mecanismo de recaudación. En definitiva, poner precio al carbono aplicando un impuesto directo por tonelada al gas de efecto invernadero emitido.

Hace unos diez años, la revista «The economist» encargó a «Cambridge Econometrics» -una firma de estudio de modelos económicos-, que evaluara el impacto de un impuesto directo al carbono en Gran Bretaña. La simulación observó, no solo una recaudación adicional, sino una mejora en la producción y un considerable impacto en el carbono que llevaba a la reducción de emisiones, una mayor garantía en las decisiones de inversión —un sistema descarbonizado requiere inversiones en renovables, eficiencia e infraestructuras—, al mismo tiempo que mostraba que el impuesto tiene efectos insignificantes en la economía agregada. Hasta la fecha, a pesar de los innumerables modelos empíricos y de simulación realizados con resultados similares, la imposición sobre el carbono es lenta y vacilante. Países como Alemania, Dinamarca, Finlandia, Francia, Irlanda o Polonia, entre otros, se han lanzado a ello, pero lo han hecho de forma aislada, fuera de la estandarización general que requiere un impuesto como el del carbono, basta observar los distintos tipos tributarios, desde los 0,07 euros/tonelada de Polonia a los más de 100 euros de Suecia. Es más, ni siquiera existe uniformidad sobre el objeto del gravamen, la carga fiscal en la Unión Europea distingue entre «energía» y «emisiones». En España precisamente, salvo el impuesto sobre los gases fluorados, el impuesto sobre hidrocarburos no obedece a criterios ambientales, sino exclusivamente energéticos, al someter al gravamen la cantidad de energía consumida.

Mientras tanto, en ausencia de una política universal para el carbono, algunos países están ajustando sus sistemas fiscales para incorporar externalidades. La propuesta de modificación de la Directiva 2003/96 sobre fiscalidad de los productos energéticos pondera los tipos mínimos de gravamen dependiendo de la energía que producen y del grado contaminante que generan. A su vez, el paquete de medidas legislativas encaminadas a revisar y actualizar la legislación de la UE -denominado Objetivo 55-, prevé entre otras, la adopción de medidas para evitar la «fuga de carbono», esto es, el traslado de la producción europea  a terceros países con una regulación menor, o el reemplazo de productos europeos por productos importados fabricados con un uso más intensivo en carbono desplazando las emisiones fuera de Europa. A tal efecto, se propone la creación de un mecanismo de «ajuste de carbono en frontera» —CBAM, por sus siglas en inglés— para que el precio de las importaciones refleje el contenido en carbono. El sistema inicialmente se aplicará a un número reducido de productos con alto riesgo de fuga de carbono —hierro, acero, cemento, fertilizantes, aluminio y electricidad— y se aplicará por la compra de certificados correspondientes al precio del carbono que se habría pagado si los bienes se hubieran producido bajo las normas de fijación de precios del carbono de la UE. En otras palabras, un arancel europeo para los productos con origen en países contaminantes que permita igualar el precio del carbono.

Ciertamente, en algunos países las políticas energéticas están cada vez más arraigadas; si bien, en otros directamente no hay políticas. Las políticas individuales, están fuera de lugar y no son operativas, con el añadido que los empresarios se enfrenten a costos más elevados en desventaja con sus competidores extranjeros, que tienen que cumplir con normas ambientales más laxas. Por eso, se impone una «política holística» que atienda a cada realidad como un todo, distinto de la suma de las partes que lo compone, permitiendo a la humanidad ajustarse al desafío. En conclusión, tal vez es el momento de cambiar políticos por científicos.

 

Eduardo Espejo Iglesias

Socio de Fide Tax & Legal